LIBROS NUEVOS
Por el compromiso con nuestros lectores, en la Biblioteca de Antropología Andina (BAA) - IECTA, estamos actualizando constantemente la bibliografía con el objetivo de ofrecer un mayor y mejor servicio para con los investigadores académicos. Presentamos las siguientes obras:
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Catherine J. Allen; La coca sabe: coca e identidad cultural en una comunidad andina. CUSCO - PERU: Centro Bartolomé de Las Casas, 2008; Pp. 372. |
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PRELUDIO: SONQO 1976 Otra vez empezó a lloviznar. Los cuatro campesinos quechuas cubrieron sus orejas con sus sombreros, se encogieron dentro de sus ponchos y cubrieron sus piernas con sus pequeñas mantas. A más de 3.500 metros sobre el nivel del mar, hay un frío penetrante, incluso durante las lluvias estivales de enero. Era lunes, bien avanzada la tarde. El martes anterior, Rufina Quispe había fallecido y sido enterrada. Ahora, antes de la ceremonia del Octavo Día, sus parientes varones habían venido al cementerio para arreglar su tumba o su “nueva casa”, como ellos la llamaban. Después de cubrir la tumba con piedras planas y un pequeño cerco de adobes, los hombres descansaron. Se sentaron a descansar sobre las viejas lápidas, mientras sus pies, calzados con sandalias, se hundían entre las hierbas húmedas y los adobes se desmoronaban bajo su peso. El cementerio no es considerado un lugar saludable y nadie regresa a arreglar las tumbas. Cuatro o cinco años más tarde, una partida de trabajo comunal excavará la tumba de Rufina, mezclando sus huesos con la tierra para hacer espacio a los muertos más recientes. Don Cipriano buscaba alrededor de él su bolsa con hojas de coca. Como esposo de la difunta y por lo tanto, anfitrión del ritual, estaba obligado a hacer frecuentes obsequios de hojas de coca. Se puso de pie y comenzó a distribuir pequeños puñados a cada uno de sus tres acompañantes, quienes los recibían con las manos juntas, murmurando agradecimientos. Su hijo de dieciocho años, José, que estaba de licencia del servicio militar, pasó una ronda de trago (alcohol de caña) en un pequeña copa, mientras lloraba en silencio. Leopoldo, el hijo de la hermana de Cipriano, caminaba incómodo contra el viento insidioso, mientras que el viejo Don Idilio estaba sentado, inclinado sobre su coca. En ese momento, entré al cementerio, acompañada por otro de los hijos de Don Cipriano; Bernardo, de catorce años, que recién llegaba del Cuzco, donde trabajaba como empleado doméstico. Era inusual que una mujer asistiera a los rituales del Octavo Día en el cementerio. Pero, argumenté que no había podido acompañarlos en el entierro. Pues, estuve en la Costa, despidiendo a mi esposo que regresaba a los Estados Unidos. Y Don Cipriano accedió a que yo viniera. Mi esposo y yo habíamos vivido los últimos diez meses en el almacén de Don Cipriano, por lo que me sentía fuertemente ligada a su familia. Sin embargo, al regresar, luego de casi un mes de ausencia, me sentía como una extraña frente a su dolor, sobre todo, al encontrar al competente y alegre hombre reducido, según sus propias palabras, a un pedazo de ch’uño (papa deshidratada).(1) Cipriano dio un paso adelante para saludarme. Sus ojos estaban hinchados, pero, sin lágrimas. Sus facciones redondeadas, lo mostraban con una calma vacía. Una gota de barro cayó de su viejo sombrero de fieltro y se escurrió en su poncho. Todos estábamos empapados. Mis cabellos, alborotados sobre mi rostro, se metían en mis ojos. Me ofreció un puñado de hojas de coca que recibí agradeciéndole, con ambas manos estiradas. José me sirvió un vaso de trago, que bebí luego de pasar todas mis hojas de coca a una sola mano. Leopoldo, que nunca se quedaba atrás, me ofreció un cigarrillo. De alguna manera, me las ingenié para aceptar el cigarrillo, mientras retornaba el vaso de trago vacío y sostenía mis hojas de coca. Me senté sobre una vieja tumba pensando en que debía rezar. Pero, antes, debía hacer algo con mis hojas de coca. Las guardé en el bolsillo de mi casaca y traté de recuperar aquellas que se me habían caído al suelo. Finalmente pude ordenarme y me dirigí, respetuosamente sin sombrero, a la tumba de Rufina. Me conmovió al ver cuán cuidadosamente la habían arreglado y sin saber ninguna plegaria, comencé a llorar, ocultando mis lágrimas con mis cabellos. Cuando me volteé, pude ver que los hombres estaban sorprendidos por mis lágrimas. Me asombró y prácticamente me enojó, que habiendo vivido meses con ellos, Cipriano pensara que no me iba a sentir dolida por la muerte de su esposa. Sin embargo, yo no había querido llorar. Pues, temí quebrantar la compostura de Cipriano. Volví a sentarme y me dieron más trago. Todos compartimos k’intus (pequeñas ofrendas de hoja de coca). Soplamos sobre nuestro k’intus para compartirlos con la Madre Tierra, los lugares sagrados alrededor nuestro y las almas de los ancestros. De fondo, una conversación relajaba la tensión del momento. “¿No le hemos hecho una linda casa?... ¿Te gustan nuestras costumbres?”, me preguntó Leopoldo, orgullosa y nerviosamente. Me preguntaba cuanto tiempo tardaría esta tumba en hundirse y quedar como las otras, entre el barro y las hierbas. El malévolo machu wayra, el viento de los abuelos, sopló fuerte sobre nosotros y todos comenzamos a sentir lo lóbrego y poco saludable del lugar. Leopoldo comenzó a murmurar algo sobre brujería, ya que, mientras trabajaban en la tumba, un sapo había saltado directo sobre Don Cipriano. Difícilmente podría haber un peor augurio. En ese momento, Don Idilio nos dirigió una mirada inquieta a Don Cipriano, quien ya estaba medio asustado, y a mí. “Mejor terminemos de una vez”, dijo, un tanto molesto. Leopoldo levantó dos pequeñas piezas de madera clavadas en forma de cruz. Cipriano comenzó a rebuscar gladiolos rojos y caléndulas en su bolsa. “No hay qantus”, observó apenado. Los qantus son unas flores rojas, en forma de campanilla. De clima seco y frío, estas flores se consagran a los muertos, desde tiempos prehispánicos. Idilio sonrió y tranquilamente sacó un atado de qantus de su propia bolsa. Hubo un destello de sorpresa e interés. ¡Maypichá! ¡Quién sabe dónde, en qué apartado lugar las había encontrado! Sin duda, no había sido tarea fácil. José arrancó de una vieja tumba una cruz curtida por el Sol y el frío y todos, contentos por un momento, comenzaron a trabajar trenzando las flores para formar las cruces. Leopoldo e Idilio les dieron los toques finales a las cruces. Leopoldo insistía en que hubiese solo una flor blanca entre las rojas y naranjas. El blanco no era apropiado en los entierros, pero se veía bien. Luego de discutirlo un poco, lo dejaron con la flor blanca. Nos pusimos de pie, entumecidos, con nuestras ropas mojadas. Leopoldo dispuso las cruces sobre un montículo, de manera que quedaran paradas sobre la tumba. Los hombres se quitaron los sombreros y todos nos arrodillamos sobre el pasto, evitando los cardos. Leopoldo, quien había sido educado como catequista, rezó del misal en quechua, mientras clavaba las cruces en el montículo de la tumba. Cipriano e Idilio se apartaron murmurando sus propias plegarias. Nos persignamos y pusimos de pie. De vuelta a nuestros sitios sobre las lápidas, compartimos otra ronda de coca y trago. Cipriano distribuyó pequeños puñados de hojas de coca de su bolsa, empezando por mí y continuando, en orden, por Idilio, Leopoldo, José y Bernardo. Los dos muchachos no estaban acostumbrados a ser tratados como adultos y aceptaron su parte con cautela. Masticar coca era un nuevo privilegio para ellos; un privilegio que, en Cuzco, era denigrado como una desagradable costumbre indígena. Pero, aquí, en su comunidad natal, José aceptó la coca de su padre y a su vez, le ofreció un pulcro k’intu de tres hojas enteras y brillantes, puestas la una encima de la otra. “Hallpakusunchis, Taytáy” (“Mastiquemos coca, padre”), le dijo. Cipriano aceptó agradecido. Sopló sobre su k’intu antes de colocarlo en su boca, invocando en voz baja a la Pacha; la Tierra; a los tirakuna; los lugares y a los machula aulanchis; los ancestros. El resto de nosotros, también intercambiamos k’intus, soplando sobre ellos antes de llevarlos junto a los que ya teníamos en la boca. José nos sirvió trago, comenzando por mí y siguiendo por su padre, Idilio, Leopoldo y el pobre Bernardo, que trató de no atorarse y escupirlo. Nos sentamos en silencio por un rato. Cipriano me dio más coca, diciéndome que no estuviese tan triste. José se levantó para servir otra ronda de trago y exclamó sorprendido, al divisar a una mujer que, de pie en la entrada del cementerio, nos llamaba. Cipriano fue a saludarla, mientras ella avanzaba indecisa. Era de otra comunidad y yo nunca antes la había visto. Alta y delgada, tenía un aspecto de poseer un sutil humor y un sentido común que me recordaba a la fallecida. La recién llegada se quitó su montera (sombrero plano con flecos) y se dirigió directamente hacia la tumba, ante la cual se arrodilló y rezó serenamente. Luego, se levantó y estiró sus manos hacia la tumba, lamentándose, sin llorar, en un tono alto y agudo. “¿Dónde te fuiste? ¿Por qué nos dejaste? ¿Cómo pudiste dejar a tu esposo y a tus hijos? ¿Qué va a ser de ellos sin ti?” Se apartó de la tumba y se acercó a nosotros, pero aún llamando a la difunta. “¿Dónde te has ido, hermana? ¿Cómo te encontraré ahora? Tus hijos lloran por ti.” En este momento, Cipriano empezó a sollozar. Cierto, ¿qué iba a ser de él? Los hijos llamaban a su madre y él estaba solo y desamparado. Don Cipriano saludó a Doña Leonora; la prima de su mujer, de la vecina comunidad de Chocopía, con el puñado de hojas de coca de rigor, mientras las lágrimas corrían por su rostro. Tomó el trago de José y él mismo se lo sirvió a Leonora. Luego, le pidió que tomara asiento. Ella se sentó en el suelo, como una mujer respetable, protegida por sus cuatro gruesas faldas. Cipriano se inclinó hacia mí, explicándome afanosamente que ella, al igual que yo, venía de otro pueblo y estaba allí porque no había podido asistir al entierro. Éramos parecidas, dijo con un gesto que nos comprendía a ambas. Leonora nos miró dubitativa. Ella se puso de pie nuevamente y llevó consigo su vaso de trago hacia la tumba, derramando libaciones sobre las cuatro esquinas y al centro del montículo, mientras le hablaba quedamente a la difunta prima. A su regreso, se embarcó en una serie de agradecimientos en quechua, pronunciando las palabras rápidamente en un falsete agudo, “Gracias urpicháy, taytáy, yusulpayki urpicháy, urpicháy, sonqóy, taytáy, sonqolláy, taytáy, diospagarasunki urpicháy”, (“Gracias, mi palomita, mi padre, gracias, mi paloma, mi corazón, mi padre, mi corazoncito, mi padre, que Dios te lo pague paloma mía”). Se sintió incómoda en una comunidad extraña. Los hombres respondieron en coro, con la mirada baja, dirigida hacia sus pies o perdida en el espacio. Terminados los agradecimientos, también de rigor, Leonora deshizo su bulto, se sacó la montera y se acomodó en el pasto. Prolijamente, pasó la coca de los pliegues de su falda a su tejido, para llevar hojas de coca. José empezó con otra ronda de trago que el joven Bernardo trató de evitar. Leonora se volvió repentinamente hacia Don Cipriano. “¿Cómo ocurrió? Ella había recibido fragmentos de la noticia del fallecimiento el día anterior. “¡Ay!”, exclamó el viejo Idilio. “¡Ella estaba saludable! ¡Sana! ¡Y después, se murió!” Idilio lloró con las manos sobre su cabeza. Cipriano respiró fuertemente y con un cierto temblor, comenzó a relatar la muerte de su esposa. Rufina tenía cuarenta y cinco años y estaba embarazada por decimotercera vez. Había sido difícil para ella. Pues, no estaba bien de salud. Era pura piel y huesos. Debido a su quebrantada salud, él había considerado declinar la presidencia de la comunidad, ya que el cargo de un hombre (como funcionario de la comunidad), también representa un gran peso para su esposa. Pero ella no quiso escuchar nada de eso. Una vez que salió embarazada, su situación empeoró y no había nada que la ayudara; ni las inyecciones del sanitario de la capital del distrito, ni los masajes de la partera local o las vitaminas de la antropóloga. Se sentía cada vez peor, con unos fuertes dolores de cabeza. En varias ocasiones, él inclusive, tuvo que preparar el desayuno por las mañanas. Ella le advirtió que se estaba muriendo, pero él no le hizo caso. El sábado de la semana anterior, a él le llamaron a una Asamblea Provincial a la que, como Presidente de la comunidad, tenía que asistir. Cuando regresó, hacia la una de la madrugada, Rufina estaba en pleno trabajo de parto. La encontró desnuda, enloquecida por el dolor, tambaleando por el cuarto, golpeándose contra las paredes y tropezando contra el fogón. “¿Qué haces así desnuda?, la riñó. “Anda a la cama que yo cuidaré de ti”. Estaba asustado pero, después de todo, ella había sobrevivido los partos anteriores. Ella se calmó y él calentó un poco de trago, dos pequeños vasos para ella y uno (lo admitió tímida y avergonzadamente) para él. El parto continuó hasta la tarde del día siguiente. El bebé nación vivo; su séptimo niño con vida. Rufina durmió con el bebé y Cipriano pensó que lo peor ya había pasado. Dio de comer a los otros niños y casi se quedó dormido. Tarde, casi al anochecer, Rufina se despertó con fuertes dolores. ¡Le dolían las entrañas! ¡Agonizaba! Él no llamó a nadie; no había nadie en quien confiara. Todavía, no podía creer que ella se iba a morir. Cipriano comenzó a llorar nuevamente. ¿Qué iba ser de él? Tenía que entregar el bebé a parientes que no le gustaban y todavía tenía cuatro pequeños en la casa. Lloró abiertamente, sin secarse las lágrimas. José, también comenzó a llorar y pasó la botella de trago a Bernardo, quien se apartó de nosotros. Leopoldo puso su mano en el brazo de Idilio y los dos hombres se pusieron a llorar. Yo no paraba de sonarme la nariz. Mis ojos estaban anegados por la lluvia, las lágrimas y el trago. Doña Leonora estaba sentada mirando hacia el valle, pensativa, mientras consumía su coca. EL AROMA DE NUESTRA MADRE La mirada de Leonora abarcó el paisaje de tundra de altas montañas. En un terreno accidentado, donde las casas dispersas y las parcelas cultivadas se aferran a las laderas de las montañas, ya que no hay planicies. Las crestas de las montañas se elevan cientos de metros sobre el nivel del mar y luego, se desploman sobre las quebradas estrechas y por el otro lado, caen sobre otros ríos o quebradas. Una de estas elevaciones se llama Sonqo, esta elevación se extiende hasta cimas irregulares, como dicen en Sonqo, de malignos picos que por sus lados opuestos, descienden hacia el valle del Vilcanota, más cálido y fértil, considerado sagrado por los incas. La Puna; elevada zona de pastos, también llamada loma, casi sin árboles, presenta tonalidades marrones entre los meses de junio y agosto; los cuales se convierten luego en verdes, cuando las lluvias comienzan en el mes de septiembre y se intensifican en febrero, cuando los rayos del sol caen sobre la bruma, entre dorada y verde de las plantaciones de papa. Ésta es la época más hermosa para mí; poqoy en quechua o la estación de la maduración. Hacia el mes de mayo, el verde se torna nuevamente marrón y entramos en la chirawa; la estación seca, de días cálidos y noches brillantes en las cuales, según dicen, las estrellas envían mantos de escarcha que cubren los pastos marrones y los manantiales, con una delicada capa de hielo. Mirando hacia el Nordeste, desde Sonqo, cruzando un pequeño valle con un río, se ven las casas dispersas de Miskawara; un ayllu (comunidad) vecino que pertenece al mismo distrito. Otra cadena de montañas se levanta sobre Miskawara. Más allá de esas montañas, varios senderos descienden hacia los valles, pasando por el capital provincial de Paucartambo, a unas seis horas de caminata y de allí, hacia la Selva. Estas tierras tropicales ejercen una poderosa fascinación en los pobladores de Sonqo, quienes las consideran fuente de poder shamánico y legendario refugio de los últimos incas. De las regiones más cercanas y altas de esta selva, provienen las verdes y elípticas hojas de arbusto de coca, que desde hace siglos, son utilizadas por los nativos pobladores de los Andes como un leve estimulante y anestésico; como medicina; como señal de amistad y cooperación; como vehículo en los rituales y para las revelaciones religiosas. Cuentan los pobladores de Sonqo que hallpay(2) (la masticación de coca) fue inventada cuando la Santísima María, nuestra Madre, perdió a su hijo. Deambulando desorientada por su dolo; cogió distraídamente unas hojas de coca, las masticó y descubrió que aliviaban su dolor. La gente andina ha masticado coca desde entonces. La vida es dura, sobre todo en la puna. La coca ayuda a aliviar las penas de la vida y une a las personas para que se ayuden mutuamente. Es, como ellos dicen, “el aroma de Nuestra Madre” (“mamanchispa q’apaynin”). A los deudos de un difunto, nunca se les ocurriría visitar una tumba sin hojas de coca. Ellos dicen que la hoja de coca les protege de los dañinos y malignos vientos de los muertos, además, por supuesto, de aliviarles su dolor. Masticando coca juntos, se disponen, como grupo, a comulgar con la Tierra, los lugares sagrados, y sus ancestros fallecidos. Una tarde del mes de mayo, mientras estaba sentada masticando coca con Don Cipriano, en el patio de su casa, su hija de trece años cogió unas cuantas hojas, apenas su padre se volteó y las compartió de manera traviesa, con sus hermanos menores. “¿También los niños mastican coca?”, pregunté sorprendida. “Juegan a hacerlo”, respondió Don Cipriano, “pero, no saben de qué se trata”. Cuando volteó a mirarme, sus ojos centellaron con ironía. Si los niños jugaban con las hojas de coca, yo que estaba sentada con mis blue jeans y zapatos L.L. Beans, ¿qué hacía masticando coca? Diez años han pasado desde ese momento y sigo tratando de comprender el significado de masticar coca. Hallpay (masticar coca) conlleva un modo de vida. Hacer hallpay apropiadamente, de acuerdo a la ceremonia tradicional, es ser un runa, una “persona real”. Masticar hojas de coca es afirmar valores y actitudes; hábitos de la mente y del cuerpo, característicos de la cultura indígena de los Andes. Una tal afirmación solo es posible dentro de los términos de una particular visión del mundo. los jóvenes, como José; el hijo de Cipriano, se sitúan entre ser considerados indígenas y mestizos, con un pie en cada una de estas culturas. Ellos sienten una ambivalencia respecto a masticar hojas de coca. Rechazan con desdén esta práctica en la ciudad, pero la aceptan en sus comunidades nativas. El desasosiego que muestran al masticar la coca, no es más que un indicio de su ambivalente identidad cultural. LA FUERZA QUE TIENE LA VIDA “Tenemos que estudiar al hombre”, escribe Malinowski, “y debemos estudiar lo que más íntimamente le concierne; es decir, la fuerza que mantiene su vida”.(3) En el trabajo de memoria que antecede y sigue al trabajo de campo, pensar en la hoja de coca me ha ayudado a comprender “la fuerza que tiene la vida”, en la pequeña comunidad peruana, conformada por campesinos quechua hablantes, con quienes viví alrededor de once meses entre 1975 y 1976, acompañada la mayor parte del tiempo por mi entonces esposo, Rick Wagner. En los últimos diez años, he regresado sola cuatro veces (1978, 1980, 1984 y 1985) en visitas cortas.(4) Los sonqueños ya están acostumbrados a mis idas y venidas. Me aguantan, se burlan divertidamente de mí y también, se aprovechan descaradamente. Ante los forasteros, parecen orgullosos de la gringa que vive con ellos, aunque sospecho que la mayoría se alegra cada vez que retorno a los Estados Unidos. Sin embargo, algunos sienten un genuino cariño hacia mí y éste es un sentimiento recíproco. Las personas descritas al inicio de la introducción están (hasta donde sé) viviendo sus vidas sin saber que me he apoderado de una década de su dolor, para mis propios fines. Cipriano, Idilio y Leonora, siguen trabajando en los repetitivos ciclos de la plantación y cosecha de papas. Cipriano les ve poco, ya que volvió a casarse un año después del fallecimiento de Rufina. Construyó una casa en otro barrio de Sonqo y creó y afianzó un nuevo grupo de relaciones sociales. A los cuarenta años, Leopoldo es el jefe de una extensa familia relativamente próspera. Tanta responsabilidad parece irritarlo; reniega del hecho de que, a diferencia de sus hermanos menores, él nunca tuvo la oportunidad de vivir y trabajar fuera de la comunidad. En más de una ocasión, Cipriano y Leopoldo, me han preguntado por qué sigo regresando a Sonqo. Parecen reconocer que, en esta curiosa actividad de viajar, visitar y recordar, ellos ven algo de la fuerza que la vida tiene sobre mí. Es muy cierto que como etnógrafa, comparto las compulsiones características de mi propia tradición cultural. En palabras de Sontag, “el pensamiento moderno está abocado a una suerte de hegelianismo aplicado: buscar el propio ser en el otro”(5); una búsqueda que encuentra su expresión en el viaje, el colonialismo y la etnografía. Malinowski nos enseñó que el objetivo del etnógrafo es “el de aprehender el punto de vista del nativo, su relación con la vida y entender su propia visión de su mundo”.(6) Pero, esto es claramente imposible. Nadie puede penetrar en la conciencia de otra persona para compartir esa otra experiencia subjetiva de la vida. Lo que uno puede hacer, es ingresar a una inter-subjetividad compartida que se crea cuando ocurre un proceso de comunicación.(7) Mi trabajo de memoria, es llevado por esta inter-subjetividad; la mía es la de ellos; por los momentos en los que he sentido que se ha dado una comunicación genuina: el momento en el cual Cipriano me contó, divertido, que sus hijos solamente jugaban a masticar las hojas de coca y el momento en el cual los hombres me miraron sorprendido cuando lloré en el cementerio. Más que entrar en su mundo, logré una suerte de “entendimiento de las diferencias existentes entre (nuestros) dos mundo”(8), en palabras de Dennis Tedlock. No he tratado de abstraer mi estudio de Sonqo de las relaciones personales y de las experiencias dentro de las cuales éste tuvo lugar. Sin embargo, ya que ésta es una etnografía y no una autobiografía, mi atención siempre estuvo puesta sobre los runakuna de Sonqo; la gente de Sonqo.(9) Aparezco en el libro porque es así como tiene que ser. Porque pienso en los ruankuna en términos de mi propia experiencia con ellos, la que por cierto tomó forma sobre la base de lo que ellos experimentaron al vivir conmigo. Vista desde esta perspectiva, la coca es un vehículo particularmente bueno para explorar la fuerza que tiene la vida sobre mis conocidos en Sonqo, ya que el masticar hojas de coca provee el contexto por excelencia, en el cual la comunicación tiene lugar. Las actividades sociales, desde las charlas casuales hasta las reuniones oficiales, los funerales y el Carnaval, tienen lugar en este contexto. El recién llegado a una reunión, es recibido con hojas de coca, tal como me las ofrecieron cuando ingresé al cementerio. La ofrenda de hojas de coca hace que las personas participen de la interacción social, así como de las actividades inmediatas. Esta interacción social no solamente incluye a las otras personas presentes, sino también a las entidades inmanentes en la Tierra: la Madre Tierra, los Señores de las Montañas y los difuntos ancestrales. Comprender la naturaleza de este vínculo de comunicación, forjado al compartir las hojas de coca, significa explorar una actitud en la cual la tierra es percibida como animada, poderosa e imbuida de conciencia; una sociedad paralela de “seres terrenales” con quienes uno está en constante interacción. Los runakuna se comunican con la tierra a través de la coca y frecuentemente, también, a través del alcohol. La coca conecta simultáneamente al individuo con la tierra y con su ayllu (comunidad). Mi libro está dedicado a explorar la naturaleza de esta conexión dual; cómo se forja, se mantiene, se reproduce y a veces, no se reproduce. De esta manera, examinaré el modo en el cual el ayllu se cohesiona como una entidad social. COLQUEPATA En sus conversaciones, los sonqueños, a menudo, se definen a sí mismos como runakuna, en oposición a los mistikuna (mestizos), quienes no mastican coca ni viven en ayllus. Desde los primeros tiempos de la Colonia, ellos han coexistido con los mestizos que viven en Colquepata; la capital del distrito. Colquepata es un pueblo con unos 500 habitantes, que se encuentra situado a unos setenta kilómetros al Nordeste de la capital del Departamento, Cuzco. Cuzco es una ciudad con 278,590 habitantes (en 2001) y es muy conocida por los turistas y arqueólogos como la Capital del Imperio Incaico, que cayó ante los españoles, en 1532. La ruta que una a Colquepata con el Cuzco pasa por el pueblo de Huambutio y después de cruzar un paso de la cordillera, la carretera bifurca en la comunidad de Mica (ver figura 1). La carretera; un camino de tierra de un solo carril, construida en 1927, continúa hasta Paucartambo y las tierras bajas de la montaña o ceja de Selva, al Este. La carretera de Paucartambo es un camino peligroso y escarpado en el cual los vehículos tan sólo pueden transitar en una dirección a la vez. Sin embargo, es la ruta principal que une al Cuzco con las tierras de la ceja de montaña. Esta carretera puede ocasionalmente cerrarse durante la estación de lluvias. Un excelente camino pavimentado de doble vía, construido para facilitar el tráfico turístico, una la ciudad del Cuzco con el pueblo de P’isaq en el valle del Vilcanota, hacia el Nordeste. Desde ahí, un nuevo camino de tierra, construido a mediados de los años 70, sube las empinadas cuestas que separan a los distritos de P’isaq y Colquepata. Después de cruzar el paso de la cordillera, el camino desciende por Sonqo hasta Colquepata y luego, continúa hacia Paucartambo. Durante la estación seca, ocasionalmente, se puede ver algún automóvil, motocicleta o camioneta de turistas desplazándose por esta nueva carretera y algunos jóvenes sonqueños montan sus bicicletas nuevas para ir al mercado dominical. Pero, durante la época de lluvias, esta nueva carretera es simplemente intransitable. A pesar de que es un camino corto para llegar al Cuzco, los caminos sigue utilizando el camino más largo, pero también el más seguro, que cruza Mica y Huambutio. (10) Situado a 3,079 metros sobre el nivel del mar, el pueblo de Colquepata se ubica en la parte baja del árido territorio del distrito. Los ayllus indígenas se ubican en las partes altas, especialmente hacia el Oeste y Sur. Cuando uno desciende desde Sonqo hasta Colquepata, después de una o dos horas de caminata, el pueblo se visualiza como un amontonamiento de techos, algunos de tejas rojas, la mayoría de aluminio corrugado o calamina y algunos pocos de paja. A medida que el camino continúa descendiendo, los techos desaparecen de la vista. Unos minutos más tarde, el sendero se une con la carretera y uno ingresa a Colquepata, por su avenida principal, descendiendo una colina, pasando por el nuevo mercado, hasta llegar a la plaza del pueblo. La calle, de tierra apisonada y desigual, muestra a ambos lados, casas de dos pisos. (11) Pasar por esta especie de cañón de casas, después de haber permanecido largo tiempo en la puna, suscita una sensación de llegar a la ciudad; de ingresar en un mundo nuevo y diferente. El domingo, las tiendas de Colquepata están ocupadas; las puertas de las casas están abiertas y buena parte de sus habitantes camina por las calles y el mercado. Ocasionalmente, un cura del Cuzco viene a dar misa en la hermosa, pero descuidada iglesia colonial, que carece de sacerdote residente desde mediados de 1800. Los días de semana son muy distintos. Las calles lucen desiertas y la mayoría de las tiendas y casas están cerradas. Sus dueños están trabajando en sus campos de cultivo o están afuera, atendiendo sus negocios en la ciudad del Cuzco. Muchas familias envían a sus hijos a colegios particulares en la ciudad del Cuzco. Usualmente, la madre los acompaña, de manera que durante la mayor parte del año, la familia pasa más tiempo en el Cuzco que en Colquepata. Cuando los camiones, desde uno hasta tres, dependiendo de la estación del año, descienden por la avenida principal en la tarde de los lunes, miércoles y viernes, Colquepata despierta por un breve período. En estos días, los dueños de las tiendas descargan sus mercaderías, mientras que los funcionarios públicos vigilan los suministros traídos para los proyectos del Estado. Las calles vuelven a mostrarse activas temprano en las mañanas de los martes, jueves y los sábados, cuando los camiones son cargados con productos y pasajeros que van rumbo al Cuzco. Pero, el día más importante, sin duda, es el domingo. A mediodía, los camiones llegan al Cuzco, se dirigen con su carga hacia el mercado, para luego partir cargados con los productos de los ayllus circundantes. Cuando se construyó Colquepata, a finales del siglo dieciséis, la plaza central y su bella iglesia debieron ser el centro de la actividad social para esta población. Ahora, las familias más prósperas prefieren vivir más arriba de la plaza, sobre el camino principal, por donde los camiones ingresan al pueblo. Los negocios más prósperos, el puesto de la guardia civil, el mercado nuevo con sus techos de calamina y las pocas casas construidas con concreto en vez de adobe, se encuentran a lo largo de esta calle principal. Hasta 1975, el mercado dominical se desarrollaba en la plaza central. Entonces, el movimiento del tráfico debe haber estado más uniformemente distribuido. Sin embargo, hoy en día, todo el tráfico se concentra en esta avenida principal. Las otras estrechas calles del pueblo, a cuyos lados se levantan casas de adobe de un solo piso, permanecen casi desiertas. Bajando de la plaza, el camino continúa por una corta distancia, pasando por la escuela primaria, silenciosa y vacía los días domingo. Al lado izquierdo de la plaza, se encuentra el Consejo Municipal de Municipalidad; lugar donde también se ubica la Posta Médica. Hasta la década de 1950, cada ayllu del distrito mantenía una pequeña habitación, en este lugar, para recibir a sus funcionarios públicos, cuando venían a Colquepata por negocios o fiestas religiosas. No quedan señas de este complejo que fue arrasado para dar lugar al Consejo Municipal. Cuando hablo sobre mi investigación en Colquepata, los cuzqueños se dirigen a mí con incredulidad y lástima. ¡Qué frío! ¡Qué desolado! ¡Y la comida! “Puro ch’uño con papa!”(12) En efecto, el principal producto del distrito es la papa, aunque la cebada y el trigo se cultivan cada vez más para su venta y eventualmente, las ovejas, también se venden, sobre todo por su carne. La expresión “¡Puro ch’uño con papa!” a veces, es modificada por el comentario “Pero hay bastante carne”. Colquepata no es un pueblo rico. Antes de la reforma agraria, la mayoría de las pequeñas haciendas del pueblo pertenecían a los abogados y miembros de la iglesia. Los pobladores nunca poseyeron grandes pedazos de tierra. Ellos viven de una mezcla de agricultura y comercio, transportando sus productos al Cuzco y regresando con productos de las partes bajas del valle, como maíz, ají, coca y frutas; así como también, con algunas mercaderías para sus tiendas como velas, kerosene, jabón y trago. Pero, este comercio solamente les provee de una ganancia marginal y las familias mestizas tienen también que trabajar la tierra para poder subsistir. Los runakuna de Sonqo, a veces, señala que, pese a su actitud de superioridad, los mistikuna también, tienen que trabajar la tierra, “tal como nosotros”. La gente del pueblo lucha por mantener su posición como “gente civilizada” o “educada”, que es la forma como les gusta ser considerados. Esta posición es precaria, porque la línea divisoria entre “misti y runa, no es ni amplia ni infranqueable y puede ser cruzada en cualquiera de los dos sentidos por individuos que logran adoptar el código social del otro o, ipso facto, por quienes pierden el suyo. No obstante, ambos grupos sociales se definen a sí mismos por una mutua oposición al otro: ser runa es no ser misti y vicerversa. RUNA Y MISTI “Los indios viven dispersos en las comunidades “ayllus”. Sus chozas distantes unas de otras, son antihigiénicas y muy primitivas. No usan cama y si tienen una, está compuesta de unos cueros sucios de llama o cordero… Los indios no han constituido aldeas y mucho menos pequeños pueblos; aislamiento que contribuye aún más a su insociabilidad y a hacer su carácter uranio (sic)”.(13) Ser gente civilizada significa vivir en un pueblo y dedicarse al comercio. Significa que uno vende, pero no consume coca (al menos no en público) y que uno habla y escribe en castellano, aún si el quechua es hablado en el hogar. El pasaje citado unas cuantas líneas arriba, fue tomado de un texto escrito en 1959, por un joven mestizo de Colquepata que estudiaba en la Universidad del Cuzco. Esta cita revela su desagrado hacia la manera de vivir de los indios, en asentamientos dispersos antes que nucleares, así como su convicción de que tal modo de vida, solo puede traer consecuencias nefastas: los indios son insociables, reservados y sucios y ni siquiera, duermen en camas. Unas páginas antes, el mismo autor escribe lo siguiente:
“características más sobresalientes del indio del Ccolquepata: como todo indio, es tímido, escéptico, no espera nada de nadie, desconfía de todo y de todos, su respuesta es siempre dubitativa, observa, espera, sin alterar su fisonomía en los momentos de peligro, parece insensible, sin necesidades fisiológicas; soporta las penas, los castigos más crueles, con estoicismo sorprendente. Pasa de la desgracia a sus ocupaciones ordinarias con indiferencia; parece tener desprecio por la vida. Sin embargo, la ama tan intensamente como a su terruño (sic). El indio no es simplemente suicida, odia a mestizos, sus eternos verdugos (sic). En las rebeliones en masa, es feroz, cruel y sanguinario”.(14) La gente del pueblo difícilmente visita las “chozas antihigiénicas y primitivas” de los ayllus, con sus habitantes “reservados”, pero potencialmente “sanguinarios”. Los indios, por su parte, visitan frecuentemente Colquepata para asistir a su mercado dominical y entonces, entran a las tiendas y casas de los “patrones” mestizos con quienes están vinculados por lazos de compadrazgo. Las interacciones indio-mestizo son estilizadas, con un lenguaje y comportamiento que enfatizan la superioridad del mestizo y el servilismo del indígena. El mestizo, por ejemplo, se refiere al indígena como “hijito”; en cambio el indio, con la cabeza gacha y los hombres inclinados, se dirige al mestizo como “patrón” o “wiraqocha”. Mi propia disconformidad con este código de interacción, contribuyó a producir una relación tirante con los mestizos de Colquepata. Debe parecerles incomprensible que yo haya preferido vivir en la desolada puna y que disfrute de la compañía de sus reservados habitantes. Incluso, al margen de mi preferencia por los espacios abiertos, el aventurarme a visitar el pueblo y caminar por la línea divisoria entre runa y misti, es una terrible experiencia que tal vez, he evitado más de lo debido, parcializado así mi trabajo de campo. Con más tiempo en Colquepata, quizá hubiera aprendido mucho más sobre la tensa relación entre runa y misti, así como sobre el lugar que Sonqo ocupa dentro del sistema político del distrito. Pero, ésta no fue de manera como decidí invertir mi tiempo. He pasado la mayor parte del tiempo en Sonqo, inmersa en la rutina diaria y ocasionalmente, en la “explosión” del ritual. Durante mi primera y más larga estadía en Sonqo, mis relaciones con la gente de Colquepata, se vieron afectadas por la reforma agraria del General Velasco, que entonces, estaba en pleno apogeo. Las haciendas locales habían sido expropiadas por el gobierno y estaban en proceso de colectivizarlas. Aunque comunidades indígenas independientes como Sonqo no se vieron muy afectadas por estas medidas (sobre todo en lo relacionado a la tenencia de la tierra), sí fueron sometidas a una serie de reorganizaciones administrativas. Los funcionarios del gobierno, encargados de llevar a cabo estas reformas, estaban viviendo en Colquepata y cuando Rick Wagner y yo aparecimos repentinamente en escena, nos miraron con sospechas comprensibles, aunque sin fundamento alguno. El promotor (funcionario del gobierno) ocultó sus sospechas bajo grandes muestras de hospitalidad y nosotros aceptamos varias de sus invitaciones para pasar la noche en su casa, antes de enterarnos de que simultáneamente, estaba maniobrando para que nos expulsaran del distrito. Aunque pudimos contrarrestar con éxito sus maniobras, decidimos dejar de visitar Colquepata para evitar encontrarnos con él. La presencia de los agentes de la reforma agraria hizo difícil que yo pudiera investigar cualquier cosa relacionada a la agricultura o a la tenencia de tierras. El promotor se las arregló para mantenerse bien informado de los temas que yo estaba investigando y descubrí que hasta mis preguntas sobre las especies de papas, suscitaba sospechas en lugares tan lejanos como la capital provincial. Dado que el tema de la tenencia de tierras no era mi interés principal, simplemente decidí no averiguar más sobre eso. Evitar al promotor, también significaba limitar mis contactos con la gente del pueblo y así es que, simplemente, preferí quedarme en Sonqo. Desde entonces, tal como hacen los runakuna, visitaba Colquepata generalmente los domingos, para ir al mercado, conversar con los dueños de las tiendas, saludar al Alcalde y al Jefe de la Policía y visitar al Sanitario que se encargaba de la Posta Médica.(15) Dado que el comercio es su principal sustento económico, así como también, el aspecto central para la definición de su propia identidad cultural, no es del todo sorprendente que la gente del pueblo sea despiadada en el control sobre el comercio del distrito, que fue facilitado por la comercialización de la agricultura peruana, luego de la guerra.(16) Antes de la reforma agraria de la década de 1970, los indígenas raramente viajaban hasta el mercado del Cuzco, ya que estaban obligados de diversas maneras a vender sus productos a los mestizos de Colquepata, que luego, los comercializaban con ganancias.(17) Los dueños de las tiendas de Colquepata, al acordar venderles a los indígenas alcohol y otros productos a crédito, los inducían fácilmente a caer en deudas de peonaje, particularmente a aquellos indios ligados a ellos por lazos de compadrazgo. Ya que los indígenas, también dependían de sus compadres mestizos para que los ayudaran con problemas legales y asuntos burocráticos, el analfabetismo de los indígenas y su limitado acceso al dinero, obviamente incrementaron la supremacía del mestizo. As{i, aunque los habitantes de las comunidades “libres” nunca se hallaron en la posición de servilismo de los indios de las haciendas, si fueron dominados por la gente del pueblo. Esta dominación explicaría su “odio al mestizo; sus eternos verdugos”; un odio que los mismos mestizos reconocían y temían. Los runakuna odiaban a los mistikuna, con una mezcla de envidia y repugnancia y los mestizos despreciaban a los indígenas, con una mezcla de repugnancia y temor. Esta situación todavía persiste a finales de la década de 1980. Tal vez, de una manera demasiado optimista, utilicé el tiempo pasado en el párrafo anterior, debido a que la dominación que la gente del pueblo ejercía sobre los indios, fue de alguna manera alterada y debilitada durante el período del a reforma agraria, en la década de 1970. Animados por los programas gubernamentales que alentaban su participación en el mercado, los indígenas, ahora oficialmente llamados campesinos, comenzaron a pasar por encima del intermediario mestizo y viajar hasta el Cuzco, para comercializar directamente sus propios productos. A pesar de estos cambios, los mestizos se las han arreglado para mantener el control sobre el comercio del distrito, manipulando los tradicionales lazos de compadrazgo, para controlar el acceso de los campesinos a los fertilizantes, las semillas mejoradas y el conocimiento técnico.(18) Desde 1984, la presencia de Puesto de la Policía en la zona, ha ayudado a los mestizos a mantener su frágil posición de autoridad, reforzando el tradicional comportamiento servil de parte de los campesinos indígenas.(19) De todos modos, ahora que las haciendas ya no existen y las oportunidades para viajar y embarcarse en el sistema comercial se han incrementado, la terca actitud defensiva de los runakuna está disminuyendo. Los ayllus ya no dependen de Colquepata como antes. El sistema distrital de los ayllus estuvo simbolizado por un complejo de casas, ubicadas en la plaza, para recibir a representantes de los ayllus, que representaban la organización del distrito como un todo y por un sistema de fiestas, en el cual cada ayllu traía la imagen de su santo patrón hasta la iglesia de Colquepata y de vuelta a su comunidad. Pero, hoy en día, las fuerzas sociales son centrífugas y el predominio de Colquepata a disminuido: los runakuna ven al Cuzco como su centro económico y cada ayllu celebra a sus santos independientemente.(20) Desde 1975 se ha incrementado en Sonqo la cantidad de tierra destinada a los cultivos comerciales. La mayor parte de la cebada de Sonqo está destinada para la venta a la cervecería del Cuzco. La avena que crece en SOnqo, so bien es apropiada para los animales, no es adecuada para el consumo humano. Por primera vez, la gente de Sonqo está disponiendo de mayores cantidades de tierra y energía para cosechas que no pueden consumir. El incremento de los cultivos comerciales y la finalización de la carretera produjeron un gran cambio demográfico a inicios de la década de 1980. Así y la distribución de la población de Sonqo, es muy distinta a la que vi en 1975. Sonqo se está transformando rápidamente. NUESTRA TIERRA, “LEGAL Y REALMENTE” Esta no será la primera transformación de Sonqo. A lo largo de su historia ha desarrollado y mantenido su identidad como Ayllu (comunidad), a pesar de fuerzas contrarias que han amenazado con expropiarlo y destruirlo. Aunque el estilo de vida que se ve en Sonqo tiene sus raíces en el periodo prehispánico de la civilización andina, los runakuna no son simplemente unos obstinados sobrevivientes de un pasado perdido. La identidad cultural de los runakuna de Sonqo, se ha desarrollado durante los últimos cuatros siglos, a través de complejas interacciones con los criollos y mestizos de habla hispana, cuyas identidades culturales son también productos históricos y a su modo, igualmente andinos. El Ayllu, en tal como es en la actualidad, se origino en tiempos de la colonia, después de la Conquista española del Imperio de los Incas.(21) En 1595, sesenta y tres años después de la conquista, la población total del distrito fue obligada a reubicarse en el pueblo de Colquepata, con la finalidad “de que se pudiesen sustentar y pagar sus impuestos y para acudir a las demás obligaciones que tienen y fuesen necesarias”. Así lo establece el documento que describe la reducción (o reubicación) de la población nativa, como parte de las ordenanzas del Virrey Toledo, para acelerar la imposición de la administración y evangelización españolas.(22) El documento contiene una lista detallada de los trece ayllus que conforman el distrito. Los nombres de estos ayllus coinciden parcialmente con los que ahora existen en la localidad y no incluyen a Sonqo.(23) Me inclino a pensar que en 1595, estos ayllus no estaban localizados en los mismos lugares que en la actualidad y que ocurrió una importante transformación entre 1595 y 1658; año en el cual Fray Domingo de Lartaún Cabrera, “Juez Visitador y Repartidor de Tierras de su Majestad el Rey de España”, reconoció legalmente a Sonqo como una comunidad, con su nombre y territorio actual.(24) A partir de 1658, Sonqo aparece en varias relaciones de impuestos, así como también en los registros eclesiásticos. Pero, estos documentos no aclaran cuando fue que los runakuna se trasladaron a su reducción en la capital del distrito, a su disperso asentamiento actual, en el cual viven diseminados en pequeñas vecindades, algunas distantes entre sí por media hora o más de caminata. A través de los siglos, Sonqo ha tenido que defender su derecho a existir como una comunidad libre e independiente. Su éxito es impresionante. Durante el siglo diecinueve, varias de las comunidades vecinas fueron incorporadas a las haciendas. En 1845, las haciendas sobrepasaban a los ayllus, en una relación de 31 a 17.(25) Los peones de estas haciendas tuvieron que trabajar hasta cinco días por semana en los campos de cultivo del hacendado o cuidando su ganado en retribución por el “privilegio” de trabajar en su tiempo restante en las pequeñas parcelas que el patrón les asignaba. Los peones también tenían que transportar, en sus propios animales, los productos de la hacienda a los mercados, así como suministrar servicios en la casa del hacendado. Sonqo logro mantenerse libre durante este periodo y los sonqueños se enorgullecen de su larga historia de independencia. Los documentos legales que abogan por los reclamos fronterizos de Sonqo frente a su vecina Sipaskancha Alta (ex -hacienda), se refieren con orgullo a “nuestra comunidad que tiene trescientos veintiún años de vida legal y real y que mucho antes existía desde la época de los incas”.(26) “¡Somos Incas!” exclaman los runakuna en algunas conversaciones. Ellos se ven a sí mismos como descendientes de los incas, encargados de ganarse la vida de esta dura tierra. Pero al menos esta tierra es suya, “legal y realmente”. Con el paso de los siglos, mientras la gente de Sonqo resistía los abusos de los terratenientes, recaudadores de impuestos y misioneros, su lazo con la tierra se convirtió en el punto de atención religioso más importante y aun mas que durante el periodo incaico, de acuerdo a los estudios étnico – históricos de Pierre Duviols. Los lugares sagrados absorbieron y retuvieron el poder regenerativo y protector de las momias ancestrales y de los santuarios prehispánicos, que fueron quemados, destruidos y esparcidos por los “extirpadores de idolatrías”.(27) El paisaje se convirtió en un indestructible icono religioso; el símbolo del ayllu mismo. La batalla legal de los indígenas por retener su territorio, se convirtió en parte de su lucha cultural y religiosa por mantenerse como un pueblo, con un estilo de vida independiente. LA ORGANIZACIÓN DEL LIBRO Este libro es sobre las prácticas y sobre todo, las practicas rituales, a través de las cuales los pobladores de Sonqo se relacionan con la tierra y en el proceso, definen y expresan su identidad cultural como runakuna. La tierra es como una madeja compuesta de varios hilos: les brinda las cosechas, alimenta sus animales y suministra el adobe para la construcción de sus casas. Es también una unidad legal, un territorio delimitado que han defendido durante siglos. Es, sobre todas las cosas, un paisaje, una constelación de figuras topográficas familiares que sirven como puntos de referencia, tanto en el espacio como en el tiempo. Para los runakuna, estos rasgos topográficos son lugares sagrados llamados tirakuna y los consideran como una sociedad paralela a la de ellos, compuesta por poderosas personalidades animadas. El uso ritual de la hoja de coca integra a estas dos sociedades paralelas y al conectar a los runakuna con los tirakuna, efectivamente vincula a las personas con su tierra. El mantenimiento ritual de esta relación entre las personas y la tierra, es un proceso constante, que se lleva a cabo tanto en la rutina diaria, como en los intensos contextos de los ritos religiosos. La hoja de coca es el principal vehículo para este ‘trabajo ritual’, aunque también se pueden utilizar otras sustancias como el alcohol, la comida cocida, y los cigarrillos. La ubicua ceremonia del hallpay (masticar la hoja de coca) ayuda a los runakuna a mantenerse unidos como una comunidad y a sustentar su relación común con los tirakuna. Para una observadora como yo, la hoja de coca aparece y reaparece virtualmente en todos los aspectos de la vida runa, como un leitmotiv que indica la presencia de vínculos sociales y espirituales. La hoja de coca, también sirve como el leitmotiv de este libro. El lector vera como la hoja de coca reaparece en distintos contextos del libro, al igual que ocurre en la vida de los runakuna. Comienzo por describir la cosmología, tal como me fue transmitida por los pobladores de Sonqo. En su perspectiva, la sociedad humana está incluida dentro de una sociedad cósmica mayor. En el primer capítulo, exploro las bases conceptuales de este cosmos: las ideas andinas sobre el tiempo y el espacio, la materia y la energía, el cuerpo y el alma, la muerte y la generación de vida. El capitulo 2 se concentra en un orden social más pequeño; aquel del hogar, cuya organización en muchos sentidos es paralela a la del cosmos. En esta sección, me concentro en las actividades diarias que el hogar mantiene y reproduce a través de las generaciones; trazo los múltiples hilos que lo atan dentro de una intrincada red de ayuda mutua, deber, amistad y hostilidad. En este capítulo trato de brindar al lector una comprensión particular de la vida diaria de los runakuna, su comportamiento y las actitudes que caracterizan sus actividades diarias. Mi objetivo es el de aprehender su ‘habitus’, para utilizar el término de Bourdieu.(28) El ser cultural de los runa, se desarrolla a través de prácticas rutinarias e impremeditadas. Su cosmovisión informa estas prácticas y su concepción del mundo, a su vez, está informada por estas actividades. Bateson nos habla del “proceso por el cual el conocimiento o ‘habito’, ya sea de acción, percepción o pensamiento, se hunde en niveles más y más profundos de la mente”, agregando que “la inconsciencia asociada con el habito, es una economía tanto del pensamiento como de la consciencia”.(29) A través de actividades rutinarias, llevados a cabo habitualmente, la identidad cultural toma forma: el sentido de ser runa. Los etnógrafos, por supuesto, llegan a la escena con su propio habitus y tratan de aprender del nuevo desde cero; un proceso lento que, en el mejor de los casos, encuentra solamente un éxito parcial, porque es llevado a cabo sin la flexibilidad y la receptividad de un niño. Como los adultos que aprenden un idioma nuevo, los etnógrafos prestan atención a aspectos del comportamiento, que constituyen una segunda naturaleza de las personas que estudian. En este sentido, el antropólogo tiene mucho en común con un actor que prepara su actuación.(30) Buena parte del ritual, así como del trabajo utilitario que enlaza a los runakuna con su tierra, es un hábito que se lleva a cabo casi automáticamente, sin reflexionar sobre ello. Generalmente, la coca se mastica en este contexto rutinario, en forma cuidadosa, pero como parte de una ceremonia habitual. Ya de adultos, la mayoría de los runakuna entiende conscientemente el significado de la hoja de coca en sus vidas y aprende a utilizarla en contextos rituales de mayor intensidad como la adivinación y la preparación de ofrendas que serán quemadas. Unos pocos individuos, como Don Erasmo, que aparece en el primer capítulo, se convierten en especialistas de rituales y pasan buena parte de su vida adulta observando las hojas de coca. Sin embargo, este entendimiento meditado y consciente del significado de la hoja de coca, se desarrolla desde la niñez, en los años que los niños pasan mirando y jugando a hallpay (masticar coca). Una vez alcanzado, este entendimiento continúa teniendo como base el uso no meditado de la coca en la vida diaria. Desde la rutina diaria del hogar, el capitulo 3 se traslada a un orden de mayor magnitud; el ayllu (comunidad), que tiene su base en la relación entre las personas y su tierra. Los runakuna de Sonqo se encuentran unidos como un grupo gracias a su conexión común con el territorio de Sonqo. Ellos se definen a sí mismos como ayllu, en oposición a la gente que no comparte esta ligación común; es decir, otros runakuna de otros ayllus, ligados a otras tierras y los mistikuna que carecen de tal conexión. “solo los runakuna viven en ayllus”, dicen en Sonqo. El ayllu se mantiene a través de varios tipos de trabajos; el trabajo colectivo de la tierra comunal, los canales de irrigación, la carretera y la pequeña empresa; el deber de las personas de tomar decisiones en las asambleas comunales; el trabajo de las autoridades electas para lograr un consenso informal, asi como su delicada y difícil labor en la representación y la defensa de los intereses del ayllu ante los funcionarios estatales y las cortes. También cuenta el trabajo ritual, llevado a cabo permanentemente para mantener el lazo entre los runakuna y su tierra. Los líderes del ayllu aprenden de la tierra su sabiduría y disciplina. La salud mental y física de los individuos, también depende de la tierra. Para recapitular, vivir en un ayllu implica, para los pobladores de Sonqo, un tipo particular de relación con la tierra: una conexión forjada a través de la hoja de coca y su poder de mantenerlos en estrecha comunicación con la tierra. Esto nos trae de nuevo a la hoja sagrada y a lo que constituye el corazón del libro, específicamente este ritual. En el capítulo 4, paso a analizar la etiqueta o protocolo de la masticación de coca; es decir, las formas rituales cotidianas que siempre acompañan a la masticación de las hojas de coca. Estas formas rituales incluyen el acto de hacer y compartir k’intus (las ofrendas de hojas de coca), acompañado por frases determinadas de invitación y agradecimientos e invocaciones a las sagradas deidades terrestres. Para los deudos de un fallecido, el compartir las hojas de coca es simplemente una instancia normal de la etiqueta del hallpay, llevado a cabo con mayor énfasis de lo usual, debido a la seriedad e intensidad de la situación. De esta etiqueta cotidiana, el capitulo se desplaza hacia usos más especializados, en los cuales la hoja de coca es utilizada en rituales de adivinación y de curación; actividades que son llevados a cabo por especialistas de rituales. Aunque en Sonqo, la coca es el ingrediente esencial de todas las actividades rituales, su uso esta frecuentemente acompañado por el consumo y libación de alcohol. En ocasiones rituales importantes, la coca y el alcohol se convierten en una pareja indispensable. Junto a la tumba de Rufina, por ejemplo, los deudos no solo compartimos hojas de coca, sino también alcohol de caña llamado tragu. El licor de maíz fermentado, llamado chicha o aha, se prepara para los principales días festivos, como San Juan P’unchay (Fiesta de San Juan, el 24 de Junio). Dado que el maíz no crece en Sonqo, la chicha es preparada solo para las festividades más importantes y el trago, que se puede comprar con dinero en la capital del distrito, es la bebida alcohólica más común. En el capítulo 5, exploro el rol del alcohol en las vidas de los runakuna y analizo las formas rituales, a través de las cuales es compartido, consumido y ofrecido a las entidades sagradas. En términos rituales, la función de las bebidas alcohólicas son muy similares a las de las hojas de coca. Las libaciones de chicha y trago mantienen la comunicación con la tierra y compartirlas, pone de manifiesto los lazos sociales. Sin embargo, la hoja de coca defiere del alcohol, en varios aspectos. Los aspectos fisiológicos son distintos; la coca es un estimulante, mientras que el alcohol es un depresivo. A su vez, ambos tienen un significado diferente para la identidad indígena. La coca significa “indianidad”: “solamente los runakuna mastican la coca”. El alcohol no conlleva tal significado. Para ocultar sus orígenes indígenas, uno debe dejar de masticar hojas de coca. Pero, tal estigma no es atribuido a beber alcohol. A medida que la identidad runa se va dejando atrás, el consumo de alcohol continua, aunque algunos patrones de este consumo cambian. Los mistikuna prefieren la cerveza a la chicha. En los capítulos 6 y 7 describo y analizo rituales religiosos, en los cuales la hoja de coca y el alcohol aparecen juntos como vehículos para la acción ritual. En el capítulo 6 exploro las formas en las cuales cada hogar mantiene relaciones positivas con la Tierra, los lugares sagrados y los ancestros, a través de rituales privados que aseguran el bienestar de los miembros de la familia, del ganado y de las tiendas. En el capítulo 7 describo y analizo las festividades comunales que expresan la unidad y continuidad del ayllu, enfatizando la relación entre la gente de Sonqo y su tierra. Por ejemplo, durante la semana del carnaval, los runakuna se saturan a sí mismos y a la tierra de alcohol y hojas de coca. Sienten que las personas y los lugares sagrados bailan juntos. Unos días antes del Corpus Christi, el mayor peregrinaje del año integra al ayllu de Sonqo dentro de un contexto regional de ayllus que comparten un mismo de interés religioso, la cadena de nevados sagrados llamada Qoyllur Rit’i o Estrella de Nieve. En una aparente paradoja, el ritual, a menudo, logra esta integración de individuos, grupos y lugares sagrados, a través de encuentros competitivos y violentos, como el tinku (batalla ritual). En el capítulo 8, analizo la naturaleza de esta violencia ritual y la asocio con las tendencias dialécticas inherentes a la cultura andina. El ritual proporciona un contexto que limita y controla estas tendencias opuestas; sean estas en colaboración pacifica, como en una batalla violenta. En tiempos de rápidos cambios sociales, estos ‘marcos’ rituales moderadores pueden perderse fácilmente. Por ejemplo, la extendida ceremonia de hallpay, que lleva a los participantes a una comunicación pacifica, en presencia de las deidades, es más difícil de mantener. Los programas de control de la droga, dirigidos contra los narcotraficantes de cocaína, han hecho difícil la obtención y el transporte de las hojas de coca. Aún más, las nuevas oportunidades de participar en los mercados urbanos como agentes independientes, empujan a los runakuna a situaciones en las cuales masticar coca, el indicador de la “indianidad”, es inaceptable. Estos temas son tratados en el capítulo 9; la conclusión del libro. COCA E IDENTIDAD CULTURAL Durante el periodo posterior a la conquista, la coca se convirtió en el signo por excelencia de la cultura indígena, dentro de un mundo andino culturalmente mezclado. Aunque los colonizadores españoles y sus descendientes cultivaron la hoja de coca como un producto para vender en el mercado, rechazaron la práctica de masticarla. Poco tiempo después de la conquista, los misioneros lanzaban invectivas contra el uso de la coca, creando así un símbolo de resistencia cultural. De esta manera, el masticar hojas de coca comenzó a trazar la frontera entre ser runa y ser misti. Hoy en día, esa frontera está cambiando, así como también, está transformándose el significado de masticar las hojas de coca. A medida que el pueblo de Colquepata; la capital del distrito, pierde su capacidad de control, los runa y los misti ya no están tan estrechamente ligados en una relación de interdependencia y antagonismo mutuo. La generación más joven de Sonqo está aprendiendo castellano, vistiendo a la usanza occidental, participando del comercio y pasando más tiempo en los pueblos y ciudades. Estas características hacen que las distinciones anteriores entre ser runa y ser misti empiecen a carecer de sentido. De esta manera, las definiciones culturales desarrolladas, a través de la dialéctica colonial de dominación y resistencia, están transformándose. El significado de los dos conceptos principales de este libro runa y ayllu, cambiará rápida y drásticamente en los próximos cincuenta (o veinte) años. Los runakuna ya no ven a la sociedad nacional en términos estrictamente negativos. El marcado incremento de los cultivos comerciales, refleja una actitud más abierta y positiva y muchos jóvenes alrededor de los veinte años, parecen obsesionados con hacer dinero para poder tener acceso a radios, bicicletas, relojes, parlantes y linternas de petromax. La mayoría de hombres jóvenes y algunas mujeres jóvenes trabajan, al menos unos cuantos años, fuera de sus comunidades. Además, muchos jóvenes varones tienen que hacer servicio militar. Frecuentemente, como en el caso de José, el hijo de Don Cipriano, prefieren instalarse en la ciudad antes que regresar a su comunidad. Sin embargo, los lazos que unen a José con Sonqo, son fuertes; él regresa cada año a cosechar las plantaciones de papas que su padre ha destinado para él y sabe que ahí tiene un lugar si es que le va mal en la ciudad. Para José, Sonqo representa una red de seguridad, pero prefiere no caer en ella. Algunos jóvenes sí caen y retornan a su vida en Sonqo; otros son llamados a regresar por razones familiares. Los hermanos menores de Leopoldo, Felipe y Marcelino, regresaron a Sonqo en 1981, después de haber pasado años en la ciudad, para cuidar de su anciano padre. En 1976, conocí a Marcelino en el Cuzco, donde hacia todo el esfuerzo posible para que su ropa, lenguaje y modales le ayudaran a ocultar sus raíces. Ahora ya resignado a vivir en Sonqo, Marcelino parece totalmente runa. Viéndolo trabajar en sus campos de cultivo, masticar coca y hablar en quechua, es difícil sospechar que Marcelino vivió en la ciudad y que estaba aprendiendo con éxito a hacerse pasar por misti. Para los jóvenes de esta nueva generación, ser runa o misti, es como cambiarse de traje o para utilizar una analogía mas dolorosamente apropiada, como deshacerse constantemente de una capa de piel. En esta época de flujo y transformación cultural, la coca es epítome del conflicto de jóvenes como Marcelino, José y Felipe experimentan entre ser runa y el identificarse con la sociedad nacional. La ceremonia del hallpay simboliza las decisiones que deben tomar sobre su propia identidad. Es irónico que la coca simbolice esta selección. Pues, por un lado, es una de las más antiguas plantas cultivada en los Andes, así como también, un antiguo símbolo ritual y elemento de intercambio comercial. Por otro lado, la coca es la fuente, en una forma completamente alterada, del más reciente ‘boom’ peruano en el mercado mundial. En una nueva transformación de su significado, la coca representa la manera en que los indígenas andinos se encuentran atrapados en las redes de una economía internacional cuya política y moral afectan sus vidas en formas que no pueden imaginar y menos resistir. La ironía se extiende a sí misma. Veía el tema de la coca como un camino para explorar la cultura andina, pero encuentro que este camino me lleva a los callejones y departamentos de lujo de mi propio país. ¿Es esto “encontrarme con el otro”? Parece que la dicotomía “runa y misti” no es la única cuyos límites se tornan ambiguos. Volveré a este tema en mis conclusiones. Pero, hasta entonces, quiero quedarme en Sonqo, con sus pedregosos campos de papas, su alta y pantanosa tierra de pastoreo, su cementerio en el cual José compartió hojas de coca con su padre y con los runakuna como los conozco, parados al borde de su próxima transformación.
NOTAS: (1) El ch’uño es un tipo de papa deshidratada que puede almacenarse por largos períodos de tiempo. Tiene un aspecto arrugado, como si estuviera momificado. Los runakuna creen que el ch’uño existe en un ambiguo estado entre la vida y la muerte (Véase Allen, 1982). (2) La masticación de coca es llamada pikchay o chakchay en otras regiones de los Andes. (3) Malinowski (1922) 1961:25. (4) Las fechas de estos trabajos de campo son: abril – marzo 1975 – 1976; junio – julio 1978; junio – julio 1980; julio – agosto, 1984; y dos semanas en noviembre de 1985. (5) Sontag, 1970: 185. (6) Malinowski (1922) 1961: 25. (7) Al recurrir a la inter-subjetividad para caracterizar la relación entre el etnógrafo y sus “informantes”, no pretendo implicar una completa adhesión a una posición fenomenológica (con respecto, por ejemplo, al ego trascendental). Por ejemplo, tanto Husserl (1970) y Schutz (1967 y 1970), quienes desarrollaron la noción de inter-subjetividad, argumentaban que la inter-subjetividad es una noción central para todas las ciencias sociales, ya que los científicos sociales son sujetos que estudian la subjetividad de los otros. Tal como lo entiendo, Schutz estaba interesado en dilucidar la naturaleza de la inter-subjetividad entre los miembros de una determinada sociedad y estaba menos interesado en la relación inter-subjetiva entre los miembros de esa sociedad y el científico social que los estudia (por ejemplo, ver Schutz, 1970: 275-276). Para los etnógrafos, sin embargo, este último tema adquiere gran importancia, en la medida que procuramos comprender nuestra relación frontal e inclusiva (“nosotros”), que el contexto de nuestros trabajos de campo suscita. Cada vez es más reconocido que el diálogo entre el etnógrafo y “el otro” es central en la práctica del trabajo de campo antropológico. Este diálogo debe mantener una importancia similar en la narración escrita del trabajo antropológico (por ejemplo, ver D. Tedlok, 1983: 331-338). La aplicación que hace Clifford Geertz de la “descripción densa” de Ryle a la narración etnográfica (1973: 3-30) y sus contundentes argumentos sobre la naturaleza interpretativa de la antropología, abrieron un nuevo espacio en la disciplina para la crítica y la etnografía experimental. Otros antropólogos, que también utilizan el concepto de inter-subjetividad, son, entre otros, Johannes Fabian (1983), que escribe sobre la contemporaneidad (tiempo inter-subjetivo); Barbara Tedlock (1982) y Dennis Tedlock (1983). También, relacionados con este tema, están los trabajos de Renato Rosaldo (1983, 1989) y su “sujeto posicionado”, Marcus y Fischer (1986) y los que contribuyen en el libro editado por Marcus y Clifford (1986). Desde la primera edición de este libro en 1988, la “reflexividad” se ha convertido en un tema central muy debatido, en la extensa teoría y práctica antropológica (por ejemplo, Behar y Gordon 1995, Scheper-Hughes 1995, Tedlock y Mannheim 1995). (8) D. Tedlock, 1983: 323. (9) Prefiero utilizar el término con el cual los sonqueños se refieren a sí mismos antes que llamarlos indios o campesinos. Los habitantes de Sonqo, así como otros quechua hablantes, se reconocen como runakuna, “gente”. Aunque la palabra runakuna (runa, persona y kuna, sufijo que indica plural) puede referirse de manera general a los seres humanos, era comúnmente usada en un sentido más específico para referirse a los indígenas quechua hablantes que se mantienen fieles a los valores culturales de los Andes. En la Adenda, discuto los cambios en el uso de este término en el año 2000. En 1969, el gobierno del General Velasco Alvarado, prohibió el uso oficial de las palabras indígena e indio, sustituyéndolas por la de campesino. Skar (1982: 75-78) nos brinda un análisis de esta política. Estoy plenamente de acuerdo con su conclusión sobre que el cambio de términos: “no fue ni exitoso ni deseado”. La palabra campesino ha adquirido las mismas connotaciones peyorativas asociadas previamente con el término indio. Es por ello que pienso que es preferible utilizar un término que reconoce las diferencias étnicas, así como trabajar para cambiar las connotaciones negativas asociadas con estas diferencias. (10) Un servicio de buses fue incorporado a mediado de la década de 1990, permitiendo un viaje más rápido y cómodo para aquellos que tuvieran la capacidad de pagar un tarifa más alta. (11) La calle principal fue pavimentada hasta la plaza a finales de la década de 1990. (12) En Colquepata escuché esta broma referida al vecino distrito de Huancarani. Desde tiempos previos a la Conquista, las papas han sido consideradas como alimento de clase inferior. El hombre pobre de los mitos de Huarochirí (Salomón y Urioste 1991) se llama Watiacuri, “recogedor de papas sancochadas” (véase también Murra 1973). En cada comunidad, a las personas les gusta creer que sus vecinos son más dependientes de las papas que ellos mismos. Los cuzqueños, por supuesto, son conscientes de que, desde la perspectiva de la costa, de clima cálido y donde se consume arroz, ellos mismos son consumidores de papas frías. En el año 2000, encontré que el Alcalde, el Sr. Gregorio Puma Chilo, transformó una necesidad en virtud. Su tarjeta de presentación anuncia con orgullo, “Municipalidad Distrital de Colquepata, capital de la papa y del Chuño. (13) El español original está más vinculado a una idiosincrasia. “Los indios viven dispersos en las comunidades “ayllu”, sus chozas distantes unas de otras, son antihigiénicas y muy primitivas. No usan cama y si tienen, está compuesta de cueros sucios de llama o cordero… Los indios no han constituido aldeas mucho menos, pequeños pueblos; aislamiento que contribuye aún más a su insociabilidad y a hacer su carácter uraño. Abrill A., 1959: 6. (14) Abrill A. 1959: 4. (15) Estoy agradecida a Enrique Mayer por su útil información y pos sus interpretaciones sobre la información recolectada en Colquepata por el difunto César Fonseca. También, fue muy valiosa la ayuda de Leonidas Concha; un agrónomo que trabajaba con Fonseca y Mayer, durante mi visita a Sonqo, en 1985. (16) Véase José María Caballero (1981) respecto a esta “revolución comercial”. (17) Durante la década de 1950, la situación de Colquepata aparentemente era similar a la del vecino distrito de P’isaq, tal como lo describe Oscar Núñeza del Prado (1973). (18) Mayer resume los agudos comentarios de Fonseca: “Los campesinos, debido a su inseguridad, desconocimiento de las alternativas y una antigua inversión en las relaciones sociales, constantemente buscan personalizar las relaciones económicas al cultivar alianzas con los mistis. Y los mistis, si bien hablan despectivamente de los campesinos, continúan utilizando estas redes de contactos y transacciones personales. Las actividades económicas de los mistis, están enredadas en una interminable red de ofrecimientos de regalos y favores personales que alcanzan su máxima expresión en el compadrazgo. Los mistis del pueblo, a menudo, dicen que “el indio tiene que morir indio; el indio es indio”. Lamentablemente, los indígenas seguirán intentando socializar las relaciones mercantiles, mientras que los mistis tratarán por todos los medios de mercantilizar las relaciones de parentesco y de compadrazgo (1988). (19) César Fonseca hizo la misma observación. En su opinión, los mestizos de Colquepata propugnaron la presencia de un puesto de la policía para contrarrestar la supuesta amenaza planteada por la nueva seguridad de los indígenas. Véase Mayer (1988: 86). (20) Véase Mayer (1988: 82) para un análisis un tanto más pesimista sobre las cambiantes relaciones runa-misti, en la región de Colquepata, desde la reforma agraria. (21) La información histórica de esta sección, proviene de una investigación que llevé acabo, principalmente durante los meses de noviembre y diciembre de 1985, en el Archivo General de la Nación y en el Archivo de la Biblioteca Nacional; ambos localizados en la ciudad de Lima, en el Archivo Histórico (Departamental) del Cuzco, en el Archivo Arzobispal del Cuzco, en el Ministerio de Agricultura (Sub-dirección: Comunidades Campesinas y Nativas) y en el Fuero Privativo Agrario (estos últimos localizados en la ciudad del Cuzco). Estoy agradecida al personal de estos archivos, por la ayuda brindada y su interés, así como también, a los miembros del Centro de Estudios Rurales Andinos (“Bartolomé de las Casas”), por el uso de su biblioteca. También, tuve acceso a los documentos de los archivos privados del finado Dr. Julio Frisancho, por lo que extiendo mis agradecimientos a la familia Frisancho y en particular al señor Armando Guevara Gil. (22) De la “Visita de Diego Maravier en el Pueblo de San Geronimo de Colquepata”, 1595, Archivo Arzobispal del Cuzco, cat. N°. G.26.274.1. La transcripción fue hecha por Enrique Urbano y Laura Hurtado. Estoy agradecida al Dr. Urbano por haberme dado a conocer este documento y por facilitarme una copia de su transcripción. (23) En la visita de 1595, fueron listados los siguientes ayllus:Miscaora Conchuco, Hanansaya Collana, Chocopía, Hurinsaya, Payan, Miscaora, Tucra, Tiobamba (grupo yanacona que fue del capitán Diego Maldonado), Guaranca, Umasbamba (de la Encomienda de Don Antonio Pereyra), Cotani, Sayllapata y Accha. Esta relación, también incluye al Repartimiento de Sayllapata (de la Corona Real que fueron de Mama Chimbo Coya del Cuzco). En el censo de 1792, se alistan los siguientes ayllus: Calla, Tocaylla, Soncco, Miscahuara, Tocra, Sipaskancha, Coata, Guaranca, Micaycotani, Sayllapata, Accha, Pampacuyo y Cuyo Chico, así como también las haciendas de Umasbamba, Orconpuquio, Viscachoni, Cotatoclla, Paucona y San Juan de Buena Vista (Archivos de la Biblioteca Nacional, Cat. N°. c3269,f/20-30). En 1959, Abrill publicó la siguiente relación de ayllus: Colquepata (antes Calla), Chocopía, Sonqo, Sipaskancha Baja, T’oqra, Miskawara, Accha, Mik’a, Qotani, Ninamarca y Sayllapata (1959:3). Estos ayllus ahora son reconocidos como comunidades campesinas, con la adición de Pajapata y Q’oja. Sipaskancha está formado por dos comunidades separadas, Sipaskancha Baja (antes Sipaskancha) y Sipaskancha Alta (una anterior hacienda). Colquepata (Calla), Chocopía, Sonqo, las dos Sipaskanchas, Toqra y Miskawara comparten la misma divisoria de aguas, constituyéndose como una sub-unidad dentro del distrito. (24) Las visitas de Lartaún, que suministraron las bases legales para los títulos de propiedad de tierras de muchas comunidades indígenas en el Departamento del Cuzco, ahora están pérdidas. Afortunadamente, en 1926, un extracto de estas visitas referido a Sonqo, se incluyo en los documentos legales que reconocían a Sonqo como “Comunidad indígena” (Fuero Privativo Agrario, Expediente N°. 457-78). En la década de 1940, este extracto se utilizo en el proceso contra la vecina hacienda de Paucona (archivo personal del Dr. J. Frisancho) y han sido parcialmente reproducidos en documentos concernientes a una disputa de límites entre Sonqo y Sipaskancha, en 1978 (Fuero Privativo Agrario, Expediente N°. 227-78). Sin embargo, para poder comprender la transformación de los ayllus que constituyen el distrito de Colquepata, a inicios del siglo diecisiete, es necesario comparar el documento de 1595, con la visita completa de Lartaún a Colquepata en 1658; un estudio potencialmente fascinante, pero imposible hasta que no se recupere el documento de Lartaún. (25) Zimmerer 1996: 57 (26) Fuero Privativo Agrario, Expediente N°.227-78(1980), f/20. (27) Duviols, 1971. (28) Véase Bourdieu (1977). (29) Bateson 1972: 134-150. (30) Sobre el espacio de contacto entre la actuación y el trabajo de campo etnográfico, véase Turnbull (1979) y Schechner (1985), Allen y Garner (1996).
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Efrían Gregorio Cáceres Chalco; Perturbaciones angustiosas en el sistema médico indígena andino. CUSCO – PERU: Instituto Nacional de -Cultura, 2008; Pp. 183. |
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RESUMEN Efraín Cáceres, investigador de larga trayectoria en la temática, nos explica que la medicina andina es una practica terapéutica, que es eficaz en el contexto de la comunidad andina, que se desarrolla en un contexto religioso y que trasciende la comunidad tradicional para invadir y recrearse en los barrios populares de pueblos y ciudades de todos los países andinos. Nos convence que hay considerar una sesión terapéutica andina como un culto religioso que compromete religiosamente a ambos: al médico con su asistente y al paciente con su familia. Así nos enseña el informe de Cáceres sobre un caso de curación entre miles. Muestra en su libro que el sistema de salud pan-andino esta vigente y practicado, decidida y convencidamente, sin escrúpulos ni titubeos. Es parte del culto sagrado a la vida, un culto que radica en la rica herencia de valores andinos que inspiran al curandero y su paciente. Esto nos explica por qué la medicina tradicional no muere ni disminuye en la ciudad de los países andinos, sino que se acomoda y se integra sin menoscabo en la cultura urbana de los migrantes y las nuevas generaciones. Cáceres presenta en un detallado relato de la boca del ex - paciente urbano que – sin darse cuenta de sus raíces andinas de identidad cultural, ética y cosmovisión tradicional pero al final reconociéndolas – sobrevive una enfermedad mental típicamente andina – el susto – que le habría sido fatal. Aunque por su boca tomo distancia de “esas cosas”, sobrevivió por los valores andinos vivos en él mismo y activados por el ritual terapéutico del yachac. El autor – andino, y de larga trayectoria en la investigación de la etno-medicina andina – luce una minuciosa descripción del caso, un penetrante entender psicológico del paciente y un cuidadoso análisis de ambos: tanto la experiencia de la enfermedad como los símbolos del ritual terapéutico activadores de sus valores andinos vivos; tanto la ética andina del enfermo como el ritual restaurativo del médico. La cuidadosa observación y la sutil interpretación lo llevan a fundamentar su tesis de la identidad andina, recreada por el descendiente andino – y, en general, por las generaciones migrantes jóvenes – con su fuerza motivadora que les permite sobrevivir decorosamente en una nueva sociedad modernizante, globalizante; construir en ella sus vidas; darle carácter, perfil e identidad a la nueva cultura andina. Es la inculturación de la ética andina en la sociedad urbana; o, si quieres, la integración del concepto andino de la economía como ‘crianza de la vida’ en un mundo social moderno de la ‘producción de bienes’. El caso nos muestra un fenómeno latente, una verdadera incubación, del actual concepto andino del progreso humano y social: es la incubación de un proceso de reconstrucción del concepto de desarrollo. Es la versión auténticamente latina del progreso: progreso humano y social. Y es la versión basada en la cultura y los valores propios de los ‘andino-cristianos’, para darle cara al mestizaje peruano. Esta práctica terapéutica se basa en un saber ‘secreto y sagrado’; un modo de saber real pero no científico y no accidental. Este saber es el resultado de observación y experiencia, de contemplación y meditación, de cosmovisión y mitología. En el mundo académico y médico, este modo de saber es comúnmente despreciado como mágico, supersticioso, precrítico y pre-científico y como efecto de ignorancia, pero al mismo tiempo forma el fundamento de la práctica terapéutica eficaz de los médicos kallawayas, como nos demuestra la obra de Ina Rösing. Ella penetro en el mundo de la medicina kallawaya de una manera poco tradicional, pero gracias a su metodología revolucionaria ella logro entender en el modo Kallawaya de saber, que es un saber contemplativo y religioso. El interés central de ambos – Cáceres y Rösing – es la carga simbólica de las ceremonias curativas y el sistema de valores activado en la sesión terapéutica. Para penetrar en el secreto de la practica terapéutica kallawaya, Rösing participa religiosamente en el culto terapéutico – religioso. En cambio, Cáceres, que siendo andino no necesitaría aquel ejercicio, se dedica inmediatamente al análisis riguroso y la interpretación acertada del relato autobiográfico del paciente y la entrevista con su yachac. En el presente trabajo de Cáceres nos hacemos unas preguntas metodológicas fundamentales de antropólogo dedicado a la investigación del fenómeno religioso. Su libro (igual que la obra maestra de Ina Rösing sobre la medicina kallawaya) nos sirve como punto de partida para profundizar algunos de sus conceptos centrales y desarrollar estos interrogantes básicos para cualquier antropología de la religión. Preguntándonos por los antecedentes de la investigación boliviano-peruana en etno-medicina, y por la posición de Cáceres en una tradición ya centenaria de estudios de la temática, salta a la vista el largo camino que va desde la práctica del yachac – ‘el curioso’ – hasta el campus universitario. Autores, como Lira y Oblitas han registrado en forma sistemática y muy completa la farmacología andina. Estos “elementaristas”, aun cuando aprecian los fármacos andinos, solían ignorar o rechazar las ceremonias terapéuticas, tildándolas – con Otero – de magia, primitivismo, y hasta de engaño. Y así se condenan a ellos mismos ya que, limitándose a la parte empírica, no alcanzan más la visión total de la medicina andina. Girault, por último, es tanto o más completo y sistemático que los anteriores y, además, se dedicó con mucha atención a la ritualística kallawaya, pero su muerte prematura no le permitió acabar su trabajo. Otros investigadores, como Sal y Rosas, describen el tratamiento ritual de la enfermedad “del susto” admirando, pero no explicando, sus efectos psiquiátricos favorables “en indígenas inalcanzables para nuestra psiquiatría”. Ina Rösing, autora de la obra monumental MUNDO ANKARI, en cambio, incluyó y privilegió en su investigación la ‘ritualística’ Kallawaya, mediante una observación participativa larga y concienzuda, con el fin de registrar y analizar la curación como fenómeno total. Dos autores de gran calidad, Tschopik y Bastien, se han dedicado a describir, respaldados por una muy buena preparación académica, algunas escasas sesiones curativas como base de datos de sus investigaciones, para desarrollar así sus interpretaciones teóricas del fenómeno. Sin embargo, ninguno de ellos dejo que los innumerables símbolos movilizados en el ritual curativo nos sean comunicados en su propio lenguaje. Casi no aparece la palabra y la oración del yachac, las que son el principal nexo comunicativo con la persona del enfermo, con su historia, su medio social, natural y sobrenatural. Así se nos escapa en gran parte el sentido que tiene el ritual y sus símbolos para el enfermo y para todos los implicados en la ceremonia. En cambio, Rösing registra y analiza el lenguaje ritual, el aparato ritual y el desarrollo ritual de las sesiones, en busca del significado que – dentro del marco cultural andino – siempre es un significado concreto y personal para los implicados y que hace que cada curación ritual sea única. Bastien parte de su visión teórica del estructuralismo simbólico. Tschopik lo observa todo en la perspectiva de su visión psicologista de ‘el carácter triste y angustiado del Aymara’. Rösing parte del fenómeno total de la curación kallawaya, registrando e interpretándola en una visión holística. El investigador Cáceres se limita a la observación, la descripción y la interpretación del caso, para luego dedicarse a la reflexión teorica. Su logro en una interpretación magistral en términos de la psiquiatría y la medicina científica. Asi se distingue su metodología, su enfoque y su logro de otros muy destacados investigadores en etno-medicina andina, como Rösing, Bastien, Fernández-Juárez, tres grandes maestros en la materia que por su origen occidental no-andino, tuvieron que invertir una enorme energía en la observación participante y en una participación activa en los rituales terapéuticos, antes de poder dedicarse a la interpretación del ritual terapéutico andino y la formación de su teoría sobre el sistema de salud andino. Mientras ellos llevan a sus colegas académicos a entender la medicina andina en términos de la cosmovisión andina, Cáceres, como investigador de origen andino –al revés- pretende por el agudo análisis de este caso de Susto o mancharisqa hacer inteligible la etno-medicina y e sistema de salud andino en el círculo de los colegas académicos y en términos científicos. Comparemos un momento a estos autores. Ambos investigadores de prestigio académico merecido, investigan la curación kallawaya en las mismas comunidades de Saavedra. Ambos con atención preferencial para el ritual y sus símbolos, ambos con ojo abierto para el medio social, natural y sobrenatural de los protagonistas, ambos con el método de la observación participativa y con una simpatía y admiración realista que les honra; aunque existen claras diferencias. ¿Cuál es la diferencia? Bastien, de la escuela del estructuralismo simbólico, parte de su teoría de la metáfora: montaña-cuerpo, la misma que pasa a ser el elemento central y casi exclusivo de toda su interpretación. La metáfora se transforma en una hermosa cosmovisión: completa y homogénea, sin contradicciones ni ambigüedades y sin elementos foráneos, discontinuos, dudosos. Esta linda cosmovisión (sin ser necesariamente falsa) es una elaboración del investigador. En cambio, Ina Rösing demuestra que las observaciones de Bastien son incompletas y selectivas y limitadas a una sola sesión curativa (cuando existen infinitas variaciones rituales); y que se ha silenciado la palabra del ritualista y la oración del curandero. En breve: el discurso medico andino no aparece y solo encontramos el discurso académico de Bastien. Donde Bastien busca definir la estructura e interpretar en ella todos los elementos observados, allá Ina Rösing deja que hable la impresionante variedad de las ceremonias, registradas todas en una perspectiva holística. Entre ambos investigadores el enfoque de Cáceres (como también el de Fernández-Juárez) sigue el ejemplo de la maestra Rösing la que inspiro a ambos. Los hechos tienen toda prioridad, pero los hechos en su contexto inclusivo, y en su calidad de fenómeno total; los hechos cargados de significado y como vehículos de sentido y valores. El fenómeno total de la mesa ritual aparece “simplemente” escuchando y entendiendo los símbolos y el lenguaje de significados de los elementos en su conjunto y en su contexto. El tema de este libro nos lleva a una reflexión fundamental de la metodología de investigación de los fenómenos religiosos. Leyendo con la mirada del metodólogo el discurso de Cáceres, nos hace sentir la necesidad de admitir “lo religioso” como categoría indispensable de interpretación de la medicina andina, lo que implica que nos encontramos con una consecuencia metodológica poco menos que revolucionaria. Tenemos que encontrar para el investigador (sea andino, sea occidental, pero en ultima instancia un ser humano, nacido capaz de lo religioso, independiente de si supo o no desarrollar esta capacidad) un punto de partida y de apoyo último en lo religioso para desempeñar su tarea científica frente al fenómeno religioso. La conclusión es obvia: parece que ha llegado la hora de abandonar la antigua costumbre de los científicos clásicos, que nos obliga, dogmáticamente, a ignorar y a esconder lo religioso en nosotros, aún cuando queremos investigar la dimensión religiosa en un tema el ritual terapéutico andino, y cuando mas nos hace falta nuestro sentido religioso para comprenderlo. Al abandonar este dogmatismo, podemos también dejar de hablar higiénicamente de “la ritualística andina” – este concepto hace abstracción de los contenidos de valor que le dan sentido – y reconocer en la terminología misma que se trata de un culto religioso que llena el vacio existencial del paciente y que opera integridad y salud. “El agua para los peces…” ¿Qué pasa con el investigador (occidental o andino) insensible a lo religioso o que ha perdido el sentido de lo religioso? En esta manera de pensar, el investigador incapaz de lo religioso debería de preguntarse si él puede dedicarse a la investigación – a la observación participativa – de un fenómeno religioso como tal. Le faltaría – además de un punto de apoyo metafísico – el sentido religioso necesario para observar e interpretar los símbolos religiosos, la capacidad empática en el nivel religioso, la capacidad de entender el discurso religioso y expresarse en él. Estos temas científicos ya no serian accesibles para todos, porque este segmento de la ciencia socio-cultural que estudia los fenómenos religiosos específicos no seria sino para una selección de científicos, (auto-) seleccionados de acuerdo (no solo a su capacidad científica, sino además) a su calidad humana: “El agua para los peces, que los monos se ahogan”. Una función de gran importancia le quedaría especialmente al científico respetuoso pero insensible a lo religioso: la crítica marginal del método. Para concluir. Mientras la maestra Rösing lleva a los académicos – médicos y psiquiatras – a presenciar y entender a los médicos kallawayas, Cáceres toma la iniciativa de la dirección invertida y lleva a sus hermanos andinos a presenciarse en el campus para enfrentar miradas críticas e interrogantes agnósticos y explicar este caso de mancharisqa remediado sin extirpaciones ni cicatrices, en prueba de la bondad del sistema de salud andino y en señal de su validez. El discurso del autor persigue la defensa y la puesta en valor de la medicina andina, demostrando con la descripción e interpretación del ritual terapéutico andino en este caso de mancharisqa superado, que su resultado es la recuperación holística del enfermo: su reintegración social y psicológica, ética y religiosa.
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Marcela Sepúlveda Retamal; Luis Briones Morales y Juan Manuel Chacama Rodríguez; Crónicas sobre la piedra. Arte rupestre de las Américas. ARICA – CHILE: Universidad de Tarapacá, 2009; Pp. 455. |
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RESUMEN El VII Simposio Internacional de Arte Rupestre se llevo acabo en la ciudad de Arica entre los días 5 y 7 de diciembre del año 2006, siendo en esta ocasión organizado por el Departamento de Antropología de la Universidad de Tarapacá. Este evento científico perpetua la realización de los Simposios Internacionales de Arte Rupestre, en el continente sudamericano, desarrollados desde hace aproximadamente 18 años, gracias a la iniciativa de la Sociedad de Investigación del Arte Rupestre de Bolivia (SIARB) que organizo los primeros cinco simposios. Éstos corresponden a las reuniones realizadas en los años 1988 (Cochabamba), 1989 (La Paz), 1991 (Santa Cruz), 1997 (Cochabamba) y 2000 (Tarija). El VI Simposio se llevo acabo en San Salvador de Jujuy, Argentina, en el año 2004, siendo su promotora principal la profesora Alicia Fernández Distel. Fue en esa ocasión que se acordó realizar el VII simposio en Arica, donde existe un foco importante de estudios de arte rupestre, gracias a las actividades de investigadores del Departamento de Antropología y del Museo Universidad de Tarapacá-San Miguel de Azapa. Además, se acordó el Simposio Internacional de Arte Rupestre Andino quela universidad y el SIARB organizarán el año 1995. En esta versión del Simposio 2006 participaron y asistieron 60 investigadores, profesionales y estudiantes dedicados al estudio del arte rupestre. Se trato de un encuentro internacional donde compartieron colegas de Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Uruguay, Francia y Chile; subrayando además el aporte de colegas originarios de España y Costa Rica, que no pudieron asistir a este evento, pero cuya participación en distintos trabajos nos demuestra la existencia de iniciativas desarrolladas en importantes colaboraciones. Al principio del evento, en el acto inaugural, se rindió un homenaje a don Hans Niemeyer Fernández (Chacama, en este volumen), cuya obra también estuvo presente en el trabajo en colaboración presentado por Dominique Ballereau sobre el arte rupestre de Nomuco, Norte Chico, Chile; Sin embargo, este trabajo, lamentablemente, no pudo ser escrito debido a la ausencia de nuestro colega y maestro don Hans Niemeyer, fallecido el año 2006. La conferencia Magistral estuvo a cargo del profesor Luis Briones (en este volumen) quien nos deleito con su vasta experiencia sobre geoglifos y paisaje del desierto del norte de Chile. No obstante, nos recordó la necesidad de preservar estas formas de expresiones graficas las que a pesar de su tamaño monumental resultan ser tan frágiles ante la pequeñez humana. Durante la realización del evento los participantes disfrutaron de una visita al Museo de la Universidad ubicado cercano a la localidad San Miguel de Azapa, además de una excursión por los sitios arqueológicos cercanos del valle de Azapa. Después de concluir el evento académico, un grupo pequeño participo en una excursión de dos días guiado por Luis Briones; recorrido, que, sin duda, habrá dejado numerosos recuerdos a nuestros colegas visitantes. Dejando atrás los Simposios desarrollados con anterioridad, cuyos resultados se organizaron en función de regiones culturales y/o países, y siguiendo la discusión temática propuesta en la versión pasada, esta VII versión del Simposio Internacional de Arte Rupestre reunió trabajos bajo determinadas áreas temáticas, con el fin además de extender la invitación a este simposio a investigadores provenientes de otras regiones del mundo, mas allá de los Andes y del continente sudamericano. Las mesas desarrolladas en dicho evento fueron: - Puesta en valor y manejo publico de sitios de Arte rupestre, a cargo de María Mercedes Podestá (INALP, Buenos Aires-Argentina) y Matthias Strecker (SIARB, La Paz-Bolivia). - Teoría y metodología de la investigación, a cargo de Francisco Gallardo (Museo Chileno de Arte Precolombino, Santiago-Chile) y Mario Consens (Centro de Investigación del Arte Rupestre, Montevideo-Uruguay). - Uso, función y significado del arte rupestre, a cargo de Daniela Valenzuela (Programa Doctorado Universidad Católica del Norte – Universidad de Tarapacá, Chile) y el Dr. Andrés Troncoso (Departamento de Antropología-Universidad de Chile, Santiago-Chile). - Nuevas exploraciones de sitios de arte rupestre/indicadores culturales- temporales de arte rupestre, a cargo del Dr. José Berenguer (Museo Chileno de Arte Precolombino, Santiago-Chile) y el Dr. Juan Chacama (Departamento de Antropología- Universidad de Tarapacá, Arica-Chile). El éxito de este fructífero encuentro internacional se refleja ahora en la publicación de 28 trabajos seleccionados después de un largo proceso de evaluación. Gracias a la labor de los editores, se ha logrado un tomo que reúne una cantidad relevante de aportes que se inscriben en la continuidad de la investigación, documentación y preservación de los sitios de arte rupestre en los países sudamericanos. Este libro recopila un conjunto de trabajos presentados por diferentes especialistas dedicados al estudio del arte rupestre, en sus distintas manifestaciones: pintadas, grabadas y geoglifos. Los 28 trabajos publicados en este libro se agrupan en 4 capítulos relacionados con las mesas organizadas durante el evento. La mantención de este ordenamiento se debe al vínculo existente entre las diferentes publicaciones con las temáticas propuestas, ya que inicialmente se había pensado reestructurar el libro de una forma distinta. Sin embargo, pensamos que el libro había perdido su coherencia interna si este orden hubiera sido modificado. La presentación de trabajos agrupados en diferentes temáticas nos muestra que la realización de investigaciones y estudios sobre el arte rupestre se encuentra en una etapa de reflexión y madurez que nos ha conducido a superar los estudios descriptivos para abarcarnos a indagar en nuevos enfoques teórico-metodológicos y formas de interpretación de lo grabados, pinturas y/o expresiones gráficas realizadas sobre el suelo. Sin duda que la discusión metodológica debe seguir enriqueciéndose para ir mejorando nuestras formas de registros, nuestras interpretaciones y compresiones del tema. La puesta en valor y el manejo de sitios con arte rupestre es, indudablemente, uno de los temas que ha adquirido mayor relevancia en la última década. En efecto ampliando las fronteras de nuestro que hacer científico y académico, se hace patente la necesidad de difundir nuestros conocimientos en beneficio del publico general y de las comunidades locales dueñas y herederas de este legado rupestre, y quienes finalmente quienes interactúan cotidianamente con él. |